Llevaba varios días con un fuerte resfriado que me tenía postrado en cama. Mis amigos, Lalo y Sergio, habían pasado a visitarme en la mañana anunciándome entusiasmados la noticia, después de semanas de larga espera por fin se estrenaba en Arica la primera película de los Beatles, “A HARD DAY’S NIGHT”. Fanático del grupo inglés, a pesar de mi cabello ondulado y una incipiente calvicie, eran grandes las ganas de verlos por primera vez en la pantalla. Pero no me sentía suficientemente repuesto para abandonar el lecho de enfermo. Estábamos en invierno y aunque en Arica era bastante soportable, en las tardes soplaba una brisa fría que podría agravar mi condición.
Sin embargo, a medida que pasaban las horas las ansias de asistir a esa función de estreno fueron aumentando y no me conformaba con esperar varios días para ver la película. Además deseaba hacerlo junto a mis compañeros. De manera que, contra toda prudencia decidí levantarme. Mi padre estaba en su trabajo y no tenía con qué comprar la entrada. Revisé el cajón de su velador, sabía que a veces guardaba ahí los vueltos, donde encontré un par de billetes pero no era suficiente. De todas maneras iría y en una vez en el teatro conseguiría lo que me faltaba.
Luego de una rápida visita al baño, me vestí, me puse un chaquetón y salí. Ya en la calle comencé a experimentar los primeros indicios de mi imprudencia, las piernas me tiritaban y me dolía la cabeza, pero persistí en mi empeño. Una vez sentado en la butaca olvidaría todo esos malestares.
Sudoroso y con un poco de fiebre avanzaba calle abajo por 21 de mayo. Al llegar a Baquedano doblé a la izquierda y emprendí jadeante la ligera ascensión.
El “hall” del Teatro Nacional estaba colmado de bulliciosos jóvenes haciendo fila frente a la boletería. Inmediatamente comencé a pedir dinero prestado a los conocidos. Aunque andaban tan escuálidos como yo, conseguí algunas monedas y finalmente logré recaudar lo necesario para adquirir mi entrada. Las puertas ya estaban abiertas y la juvenil muchedumbre se agolpaba para ingresar y ocupar la mejor ubicación.
Sergio y Lalo estaban allí y me esperaban impacientes mientras yo avanzaba hacia la ventanilla. Sentía frío y me seguía doliendo la cabeza. Al llegar mi turno, era uno de los últi-mos, dejé caer dos sudados billetes y un montón de monedas frente a la cajera. Con tem-blorosas manos recibí el precioso rectángulo de papel azul. Enarbolando el trofeo entre mis dedos y deslizándome entre la multitud, me dirigí sonriente hacia donde estaban mis ami-gos. Me imaginaba ya disfrutando, cómodamente sentado de las canciones de mis ídolos.
Súbitamente sopló un fuerte viento despeinando cabelleras y arremolinando minifaldas. Una violenta ráfaga me arrancó el boleto de la mano. Me quedé paralizado. Intenté recuperarlo manoteando desesperado pero no pude y sólo me quedó presenciar como ese pedazo de papel tan importante para mí, se elevaba balanceándose lentamente, perdiéndose inexorablemente por los techos repletos de cachureos de las casas ariqueñas. Bajé los brazos desconsolado, toda esperanza abandonada. El esfuerzo había sido inútil. En mi adolorida cabeza se hizo un zumbante silencio. Entre el gentío busqué a mis camaradas que me miraban con estupor. Hice un ademán de impotencia y resignación y cuando ya me disponía a volver a mi casa, vi con sorpresa que ambos levantaban la mano en que sostenían sus respectivos boletos, abrían los dedos y los soltaban dejando que el viento se los llevara.
Sin embargo, a medida que pasaban las horas las ansias de asistir a esa función de estreno fueron aumentando y no me conformaba con esperar varios días para ver la película. Además deseaba hacerlo junto a mis compañeros. De manera que, contra toda prudencia decidí levantarme. Mi padre estaba en su trabajo y no tenía con qué comprar la entrada. Revisé el cajón de su velador, sabía que a veces guardaba ahí los vueltos, donde encontré un par de billetes pero no era suficiente. De todas maneras iría y en una vez en el teatro conseguiría lo que me faltaba.
Luego de una rápida visita al baño, me vestí, me puse un chaquetón y salí. Ya en la calle comencé a experimentar los primeros indicios de mi imprudencia, las piernas me tiritaban y me dolía la cabeza, pero persistí en mi empeño. Una vez sentado en la butaca olvidaría todo esos malestares.
Sudoroso y con un poco de fiebre avanzaba calle abajo por 21 de mayo. Al llegar a Baquedano doblé a la izquierda y emprendí jadeante la ligera ascensión.
El “hall” del Teatro Nacional estaba colmado de bulliciosos jóvenes haciendo fila frente a la boletería. Inmediatamente comencé a pedir dinero prestado a los conocidos. Aunque andaban tan escuálidos como yo, conseguí algunas monedas y finalmente logré recaudar lo necesario para adquirir mi entrada. Las puertas ya estaban abiertas y la juvenil muchedumbre se agolpaba para ingresar y ocupar la mejor ubicación.
Sergio y Lalo estaban allí y me esperaban impacientes mientras yo avanzaba hacia la ventanilla. Sentía frío y me seguía doliendo la cabeza. Al llegar mi turno, era uno de los últi-mos, dejé caer dos sudados billetes y un montón de monedas frente a la cajera. Con tem-blorosas manos recibí el precioso rectángulo de papel azul. Enarbolando el trofeo entre mis dedos y deslizándome entre la multitud, me dirigí sonriente hacia donde estaban mis ami-gos. Me imaginaba ya disfrutando, cómodamente sentado de las canciones de mis ídolos.
Súbitamente sopló un fuerte viento despeinando cabelleras y arremolinando minifaldas. Una violenta ráfaga me arrancó el boleto de la mano. Me quedé paralizado. Intenté recuperarlo manoteando desesperado pero no pude y sólo me quedó presenciar como ese pedazo de papel tan importante para mí, se elevaba balanceándose lentamente, perdiéndose inexorablemente por los techos repletos de cachureos de las casas ariqueñas. Bajé los brazos desconsolado, toda esperanza abandonada. El esfuerzo había sido inútil. En mi adolorida cabeza se hizo un zumbante silencio. Entre el gentío busqué a mis camaradas que me miraban con estupor. Hice un ademán de impotencia y resignación y cuando ya me disponía a volver a mi casa, vi con sorpresa que ambos levantaban la mano en que sostenían sus respectivos boletos, abrían los dedos y los soltaban dejando que el viento se los llevara.
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Juan Carlos García Araya
Arica, 14 de Noviembre de 2007
Arica, 14 de Noviembre de 2007
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