En el pasto del estadio de Wembley, colmado de un entusiasta público, el centro delantero chileno Jorge Robledo se anticipó veloz al defensa y con recio frentazo derrotó al portero del Arsenal F.C. Al norte de Inglaterra, para ser más preciso, en Liverpool, el niño de once años que embelesado escuchaba los relatos, saltó celebrando el único tanto con que el Newcastle United se coronaría, esa tarde de mayo de 1952, Campeón de la muy británica Football Association Cup.
Al terminar el partido brincó como balón nuevo y cruzó el patio que daba al callejón donde lo esperaban sus dos mejores amigos. Animadamente comentaron el partido, en especial el único gol, que cada uno de ellos reconstituía, con la ayuda de los demás, según como cada una de sus sagaces mentes lo imaginaba. En esa sabatina tarde de primavera inglesa todos querían ser “George” Robledo como también Jacky Milburn, el legendario Nº 9 del Newcastle, pero lo que ninguno deseaba asumir era el rol del infortunado arquero del Arsenal. Así, el imaginario balón, ese de verdadero cuero y con bladder, siguió trazando por largo rato, desordenados trayectos imaginados por ese bullicioso trío de imberbes liverpulianos los que sólo cesaron con el recio llamado paternal que los devolvió a sus hogares de la calle Newcastle Road.
La quietud de noche recreó, en agitados sueños, a interior de esa cabecita inquieta las bulliciosas escenas concebidas en el calleja trasera, pero el escenario era ahora el mismísimo Wembley Stadium siempre repleto de bulliciosa hinchada. En su onírica fantasía, se imaginaba luciendo la camiseta blanquinegra listada con el Nº 10 en la espalda del Newcastle moviéndose atento en el área del equipo rival cuando sólo faltaban 6 minutos para el término del encuentro. El marcador estaba 0 a 0 y afanosamente trataba de evitar la marca del defensa adverso cuando Harvey, el capitán de su equipo, recibió un preciso pase que de inmediato devolvió en un centro que logró empalmar de cabeza enviando la pelota al fondo del arco.
El domingo transcurrió entre correrías infantiles a orillas del río Mersey y vívidos comentarios acerca de la final. Su padre, compresivamente, le cedió el diario y con avidez de fanático, releyó relato como así mismo comentarios del partido una y otra vez. Luego, examinó atentamente las borrosas fotografías en las que su creativa mente notó en ellas la ausencia de un elemento esencial, la vivacidad y realismo que otorga el color. De vuelta a la tranquilidad de su hogar y sentado en la mesa familiar haciendo las tareas, su mente seguía pensando en ese, para él, primordial detalle. Resuelto a remediarlo, tomó una cuartilla y, mostrando una gran habilidad, representó la ya célebre escena otorgándole la vida y coloraciones que merecían. Satisfecho estampó su nombre, edad y fecha.
El lunes siguiente, el memorable encuentro continuó alimentando las infantiles discusiones durante los recreos escolares. Tradicionalmente el codiciado trofeo es entregado por un miembro de la realeza británica al feliz capitán del equipo triunfador por lo que, naturalmente, el sueño de cada uno de ellos era algún día ser el afortunado receptor. Para ese niño de escasos onces años, estaban todavía lejanos de su mente distintos sueños escoltados de diferentes famas.
Dos décadas más tarde, ya adulto y célebre, rescató para su nuevo disco una serie de canciones grabadas en alcohólicas y drogadicticas sesiones durante, lo que él mas adelante llamó, un “fin de semana perdido”. Había viajado al extranjero, escapando de otro arduo momento de su existencia, desencantado de la vida, abandonado por su anterior pareja y acompañado de la reciente. Su única dicha fue la recuperación del afecto de su hijo con quién grabó un tema. Quizás por esa razón, resolvió que la carátula de su quinto álbum fuera ese dibujo de sus ídolos realizado cuando niño y que había refrendado con su nombre, John Lennon.
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Juan Carlos García Araya
Londres, 15 de Marzo de 2012