Nunca creyó resistir tanto. La idea que se había hecho de la tortura fue sobrepasaba por lo que sentía. Y era sólo el inicio. Le quedaba entonces, todo el tiempo de un viaje para sufrir la experiencia. Cierto, creía haberse preparado para enfrentar tal situación leyendo numerosos testimonios sobre la tortura, pero en el fondo pensaba que, visto el período revolucionario que se vivía, probablemente no llegaría a experimentarla. Su muerte, vista como la sublimación de su compromiso, debería acaecer necesariamente, en una barricada, en un enfrentamiento.
Los golpes con la hoja de un "corvo" que le propinaban los dos uniformados, lo hicieron volver a la dura realidad.
- Estos dos milicos deben tener apenas veinte años y me están sacando la cresta - se dijo entre gritos y dolores.
Años antes, cuando se inició en política, lo hizo meditando mucho y con temor, no solamente a la muerte sino también de no ser capaz de afrontar lo que implicaba un compromiso a fondo, real, sin guardarse ninguna carta bajo la manga. Todo esto lo hizo reflexionar y concluyó que la muerte caminará siempre a su lado y solo temía ser torturado, por el dolor y el riesgo de "hablar".
Desde el instante mismo de su detención esperó el momento de enfrentarse a los torturadores y recibir una paliza. Tardó, pero llegó. Y el viaje comenzó. Los golpes le cayeron desde la primera etapa, le parecía que sus verdugos querían ponerse al día descargando su odio contra el anónimo militante que tenían en su poder. ¡Lo culpaban de todo y querían castigarlo por lo que ellos se habían imaginado que él les podría haber hecho!
-¡Así que querías matarnos, concha’e tu madre! – repetían incesantemente.
Al cambio de etapa, otros uniformados al ver que no estaba muy maltratado y aun de pie, continuaron la golpiza.
- ¡No gritís, mierda! - aullaban, pero él sabía que sólo gritando podía liberarse del terrible dolor que sentía y sobretodo, afirmar su voluntad de vivir. En esos instantes de sufrimiento sólo lo guía el instinto. Un instinto fortalecido por sus convicciones para sobrevivir... ¡sobrevivir!...
En un alto del trayecto creyó que llegaba el fin. Arrodillado sobre el caliche caliente del desierto atacameño se sorprendió al descubrir que ya no sentía miedo aunque una pesada pistola se apoyaba en su cabeza. Frente a la certeza de su último minuto, lamentó no haber trabajado con más vigor y más eficazmente.
La llama del balazo le quemó un mechón de su cabellera ondulada impregnada en sudor y sangre, seguido de una carcajada de borracho que lo estremeció de ira.
A esas alturas le iba quedando una sola idea:
-¡Cuándo va terminar todo esto!
-Ciertamente tendrá que terminar -se dice- pero, ¿cuándo y cómo?
Ahora en algún desconocido lugar, se encuentra desnudo y adosado contra un muro de concreto, áspero y frío. Atado por las muñecas, siente que sus manos comienzan a hormiguearles dolorosamente. Solo atina a repetirse las mismas preguntas y a soportar lo más posible. Un verdugo le provoca con un corvo algunas heridas en las palmas para así, según él, evitar la hinchazón.
-Listo, cabrito, así vaí estar mejor.
Gritos a lo lejos, le confirman que no es el único en el helado recinto. A través de la venda, un pedazo de frazada sucia, cree distinguir otros bultos, que, de vez en cuando, se quejan.
El interrogatorio de otro detenido lo asombra. No por el hecho de que un compañero fuera torturado, eso ya forma parte de su nuevo universo, sino por la información que un militante podía conocer lo que, con seguridad va a poner en peligro la vida de sus camaradas. Hablar bajo la tortura no es una falta, saber más de lo necesario, sí lo es.
El sufrimiento colectivo continúa sin descanso. Doctores "es tortura", graduados en Vietnam, Brasil y Bolivia, como ellos mismos lo afirman, ponen en práctica sus conocimientos con eficiencia y sin escrúpulos. Brutales y excitados por el alcohol, asestan golpes sin descanso. Sólo un momento de respiro para los prisioneros, un par de horas en la noche, entasados y desnudos expuestos a la camanchaca y al frío de la pampa nortina.
En tales circunstancias, llegar a la cárcel significó para él la posibilidad de término del calvario. Después se enteraría que no fue así para todos. Si bien es cierto que, físicamente, para la gran mayoría concluía, el sufrimiento empezaba un viaje mental, más largo y quizás más difícil de soportar.
El tiempo de humillaciones reafirmaron sus convicciones que había creído disipadas en la tormenta de los primeros meses. Sintió en lo más profundo de sí mismo que el sentimiento de derrota iba desapareciendo a medida que aumentaba la presión sicóloga y física del encierro obligatorio.
Más tarde, en la tranquilidad aparente del exilio, aquellos fueron temas de largas noches de discusión con sus camaradas. Conversaciones que, poco a poco, se desfiguraron por la distancia, el tiempo y el sectarismo.
Los primeros años de destierro le parecieron una prolongación de lo vivido en su país: actividad militante cotidiana con la vista y el pensamiento fijo en el "interior", sin darse cuenta que esa visión se iba transformando y deformando, quedando sólo imágenes que gradualmente se alejaban de la realidad.
Llegó un momento en que su trabajo de solidaridad disminuyó de intensidad, pero fue ganando en madurez. El tiempo para reflexionar y la distancia necesaria que no tuvo en su patria, hoy día la tenía en el exilio. Algunas verdades del inicio de su compromiso se veían reafirmadas, sólo que ahora pesaban más. La muerte estaría más presente que nunca y la tortura era algo que ya creía conocer y que seguiría temiendo. Pero ya no eran obsesiones que le impidieran actuar y aprendió a encararlas de manera más serena lo que finalmente le ayudaría en su decisión.
El Boeing 747 de Air France dejó atrás la cordillera y comenzó la maniobra de aterrizaje describiendo un gran círculo para enfrentar la pista. Sintió una sensación indescriptible, una contracción que comienza en el estómago y que se propaga a todo el cuerpo. Lo asaltó un instante de pánico que afortunadamente pudo dominar. Respiró profundo. Por la ventanilla distinguió los primeros edificios que rodean el aeropuerto. Rápidamente pasó revista a todo lo vivido y aprendido en los últimos años.
El tren de aterrizaje tocó la pista sin un sobresalto y el avión terminó por inmovilizarse en la loza de estacionamiento. Con firme determinación tomó su bolso de mano y se dirigió resueltamente hacia la salida.
Los golpes con la hoja de un "corvo" que le propinaban los dos uniformados, lo hicieron volver a la dura realidad.
- Estos dos milicos deben tener apenas veinte años y me están sacando la cresta - se dijo entre gritos y dolores.
Años antes, cuando se inició en política, lo hizo meditando mucho y con temor, no solamente a la muerte sino también de no ser capaz de afrontar lo que implicaba un compromiso a fondo, real, sin guardarse ninguna carta bajo la manga. Todo esto lo hizo reflexionar y concluyó que la muerte caminará siempre a su lado y solo temía ser torturado, por el dolor y el riesgo de "hablar".
Desde el instante mismo de su detención esperó el momento de enfrentarse a los torturadores y recibir una paliza. Tardó, pero llegó. Y el viaje comenzó. Los golpes le cayeron desde la primera etapa, le parecía que sus verdugos querían ponerse al día descargando su odio contra el anónimo militante que tenían en su poder. ¡Lo culpaban de todo y querían castigarlo por lo que ellos se habían imaginado que él les podría haber hecho!
-¡Así que querías matarnos, concha’e tu madre! – repetían incesantemente.
Al cambio de etapa, otros uniformados al ver que no estaba muy maltratado y aun de pie, continuaron la golpiza.
- ¡No gritís, mierda! - aullaban, pero él sabía que sólo gritando podía liberarse del terrible dolor que sentía y sobretodo, afirmar su voluntad de vivir. En esos instantes de sufrimiento sólo lo guía el instinto. Un instinto fortalecido por sus convicciones para sobrevivir... ¡sobrevivir!...
En un alto del trayecto creyó que llegaba el fin. Arrodillado sobre el caliche caliente del desierto atacameño se sorprendió al descubrir que ya no sentía miedo aunque una pesada pistola se apoyaba en su cabeza. Frente a la certeza de su último minuto, lamentó no haber trabajado con más vigor y más eficazmente.
La llama del balazo le quemó un mechón de su cabellera ondulada impregnada en sudor y sangre, seguido de una carcajada de borracho que lo estremeció de ira.
A esas alturas le iba quedando una sola idea:
-¡Cuándo va terminar todo esto!
-Ciertamente tendrá que terminar -se dice- pero, ¿cuándo y cómo?
Ahora en algún desconocido lugar, se encuentra desnudo y adosado contra un muro de concreto, áspero y frío. Atado por las muñecas, siente que sus manos comienzan a hormiguearles dolorosamente. Solo atina a repetirse las mismas preguntas y a soportar lo más posible. Un verdugo le provoca con un corvo algunas heridas en las palmas para así, según él, evitar la hinchazón.
-Listo, cabrito, así vaí estar mejor.
Gritos a lo lejos, le confirman que no es el único en el helado recinto. A través de la venda, un pedazo de frazada sucia, cree distinguir otros bultos, que, de vez en cuando, se quejan.
El interrogatorio de otro detenido lo asombra. No por el hecho de que un compañero fuera torturado, eso ya forma parte de su nuevo universo, sino por la información que un militante podía conocer lo que, con seguridad va a poner en peligro la vida de sus camaradas. Hablar bajo la tortura no es una falta, saber más de lo necesario, sí lo es.
El sufrimiento colectivo continúa sin descanso. Doctores "es tortura", graduados en Vietnam, Brasil y Bolivia, como ellos mismos lo afirman, ponen en práctica sus conocimientos con eficiencia y sin escrúpulos. Brutales y excitados por el alcohol, asestan golpes sin descanso. Sólo un momento de respiro para los prisioneros, un par de horas en la noche, entasados y desnudos expuestos a la camanchaca y al frío de la pampa nortina.
En tales circunstancias, llegar a la cárcel significó para él la posibilidad de término del calvario. Después se enteraría que no fue así para todos. Si bien es cierto que, físicamente, para la gran mayoría concluía, el sufrimiento empezaba un viaje mental, más largo y quizás más difícil de soportar.
El tiempo de humillaciones reafirmaron sus convicciones que había creído disipadas en la tormenta de los primeros meses. Sintió en lo más profundo de sí mismo que el sentimiento de derrota iba desapareciendo a medida que aumentaba la presión sicóloga y física del encierro obligatorio.
Más tarde, en la tranquilidad aparente del exilio, aquellos fueron temas de largas noches de discusión con sus camaradas. Conversaciones que, poco a poco, se desfiguraron por la distancia, el tiempo y el sectarismo.
Los primeros años de destierro le parecieron una prolongación de lo vivido en su país: actividad militante cotidiana con la vista y el pensamiento fijo en el "interior", sin darse cuenta que esa visión se iba transformando y deformando, quedando sólo imágenes que gradualmente se alejaban de la realidad.
Llegó un momento en que su trabajo de solidaridad disminuyó de intensidad, pero fue ganando en madurez. El tiempo para reflexionar y la distancia necesaria que no tuvo en su patria, hoy día la tenía en el exilio. Algunas verdades del inicio de su compromiso se veían reafirmadas, sólo que ahora pesaban más. La muerte estaría más presente que nunca y la tortura era algo que ya creía conocer y que seguiría temiendo. Pero ya no eran obsesiones que le impidieran actuar y aprendió a encararlas de manera más serena lo que finalmente le ayudaría en su decisión.
El Boeing 747 de Air France dejó atrás la cordillera y comenzó la maniobra de aterrizaje describiendo un gran círculo para enfrentar la pista. Sintió una sensación indescriptible, una contracción que comienza en el estómago y que se propaga a todo el cuerpo. Lo asaltó un instante de pánico que afortunadamente pudo dominar. Respiró profundo. Por la ventanilla distinguió los primeros edificios que rodean el aeropuerto. Rápidamente pasó revista a todo lo vivido y aprendido en los últimos años.
El tren de aterrizaje tocó la pista sin un sobresalto y el avión terminó por inmovilizarse en la loza de estacionamiento. Con firme determinación tomó su bolso de mano y se dirigió resueltamente hacia la salida.
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Juan Carlos García Araya
Orléans, Francia /Santiago, Chile
Enero 1983
Orléans, Francia /Santiago, Chile
Enero 1983
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