Manuel González ya está vestido. Se pone el gastado capote y guarda algunas pertenencias en un morral: un corvo, una bolsa de tabaco, su pipa, fósforos, un trozo de "charqui" y otro de queso de cabra envuelto en una servilleta. También una caramayola con ron, su más preciada posesión. Luego extrae por debajo del colchón otro paquete que pone en un bolsillo del capote. Se cala su quepis desteñido por el sudor y el implacable sol de la pampa, termina de alisar su camastro y sigilosamente camina hacia la salida.
Al salir percibe al guardia que dormita apaciblemente en su sillón. Silenciosamente se dirige hacia la puerta. Cuando está a punto de abrirla, el vigilante levanta la cabeza pero, reconociendo al anciano, se vuelve a dormir.
Manuel abandona el hospicio donde encontró refugio para sus últimos días. Algunos rayos de sol traspasan la espesa camanchaca que cubre la oficina de San Francisco. Camina con dificultad por una herida de guerra, pero lo hace con firmeza. De vez en cuando, cruza siluetas que se dirigen apresuradas a sus faenas.
Traspasa los límites de la oficina con el desierto calichero y ya en plena pampa se aproxima a un roquerio donde busca un poco de sombra. Allí comienza a desprenderse de sus cosas, cuando de pronto escucha que alguien le habla.
- Hola, Manolo, ¿cómo te va? – dice una voz.
- ¿Siempre listo al pie del cañón? – pregunta otra.
Manuel escuchó, pero no levanta la cabeza. Tampoco se sorprende al no ver a nadie cerca de él. Sabe que son sus compañeros del batallón "Atacama", caídos allí durante la Batalla de Dolores, una de las primeras libradas en este desierto durante la Guerra del Pacífico.
Había tomado la costumbre de encontrarse con ellos, con sus voces. Lo mencionó alguna vez, pero por supuesto nadie le creyó y empezaron a burlarse. En el poblado lo consideraban como un "veterano un poco rayaíto" que, cuando se paseaba por las calles era perseguido por niños que le gritaban y le hacían bromas.
- ¿Cómo están muchachos?- responde Manuel al mismo tiempo que termina de vaciar su morral. Se sienta al pie de la gran roca y comienza a preparar su pipa.
-¿Vas a ir a la ceremonia mañana en la mañana? Hemos escuchado que van a condecorarte ¿Es cierto eso?
- Sí .., al parecer me van a regalar una linda y brillante medalla, porque todavía estoy vivo ... Aunque hay tantos que la merecen más que yo, pero que ya no están ... Como ustedes, por ejemplo.
-Córtala, puh, viejo ¿querís? Y ya que te la van a dar de todas maneras recíbela como si fuera para nosotros también.
- Claro - intervino otro - y tú también peleaste firme ... ¡Y les dimos una buen paliza! ¿No?
- Es verdad, pero ustedes se fueron, chiquillos. Y yo me quedé ... Hubiera deseado tanto que permaneciéramos juntos.
- ¿Eh? Pero ¿por qué? Además, era lógico que no nos fuéramos juntos, ni que a todos nos matara el enemigo -
Silencio.
-¿Querías morir, verdad? ¿Cómo? ¿Despedazado por las balas? ¿Atravesado por una bayoneta? ¿De sed o de espalda a un muro...?
Un silencio pesado de recuerdos se instala. Sólo se escucha el sonido del viento que sopla sobre el caliche vivo bajo los rayos del sol.
Manuel aprieta la pipa entre los dientes y su mirada se fija en la lejanía. Lágrimas se deslizan lentamente por los surcos que el tiempo trazó en su cara.
- Ya puh, córtenla, cabros. Mañana es fiesta y ustedes con sus cosas ponen triste a mi compadrito Mañungo - acota una voz.
-¿Y saben por qué?- interrumpe Manuel - Porque me quedé solo, sin familia ni amigos. Todos partieron ¡Salvo yo! Perdónenme chiquillos... Me pasé estos últimos años yendo de un lado para otro para terminar en este asilo para viejos. ¡Solo!
- Bueno, de acuerdo, pero la vida es linda y mientras hay vida hay esperanza que las cosas mejoren ¿verdad muchachos? En cambio para nosotros se acabó y para toda la eternidad.
- Ves, Manolito, nosotros bajamos el cerro para llegar hasta aquí. Tú te salvaste, herido, pero vivo. En fin, cambiemos de tema. Festejemos a nuestro camarada.
- Vamos, salud, viejo.
- ¡Salud! - repiten en coro.
- Gracias, compadres. ¡A la de ustedes! - Manuel bebe un trago de ron de su cantimplora.
- Bueno, viejito, ahora nos vamos. Mañana nos contarás como estuvo la ceremonia. ¡Chao mi sargento!
Manuel hace un gesto de la mano en signo de adiós y se queda pensativo mirando el desértico panorama.
El día pasa y Manuel fumó varias pipas contemplando con nostalgia su entorno. Sentado en el mismo lugar, sólo ha cambiado de postura para darle un respiro a su viejo esqueleto.
Obscurece cuando se decide dejar el lugar y después de guardar sus trastos, emprende el camino de regreso.
San Francisco amanece embanderado ese día para la ceremonia de conmemoración de la batalla. Se han instalado fondas con tabladillos de baile, comerciantes con sus estanterías y mesones repletos de mercaderías. Hay mucha gente, entre ellos se encuentra Manuel. Una compañía del Ejército arribada por tren desde Pisagua está formada frente a la plaza. Al momento de los discursos y al recuerdo de los nombres de aquellos caídos en "el campo del honor", Manuel evoca a sus camaradas
-¡Si yo hubiera imaginado que iba a ser así esa guerra! – masculló.
Lágrimas vierten nuevamente sus ojos cansados de tanto horror y barbaridad. Luego de los interminables discursos, oye pronunciar su nombre - ¡Sargento Manuel González! - El llamado lo saca de su ensimismamiento, alguien lo empuja suavemente y ve acercarse una autoridad con una medalla que le prende en su gastada guerrera expresando palabras cuyo sentido se le escapa. Sobresalta cuando la concurrencia aplaude. Le estrechan la mano, le palmotean la espalda, lo abrazan, lo felicitan personas que no logra reconocer.
Parte de la muchedumbre se dirige enseguida hacia el teatro donde se ofrece un vino de honor, el resto se dispersa en las ramadas. El bullicio es intenso y carcajadas estallan en el local. Voces retumban. Manuel, que siguió el cortejo como un autómata, se encuentra en un rincón abrumado por el estruendo.
- ¿Que haces ahí, Manolo? - escucha decir. Mira a su alrededor, pero comprende al instante que son sus camaradas que le hablan otra vez.
- ¡Eh, sargento, somos nosotros! Bonita ceremonia ¿verdad?
- Estamos contentos por ti, viejo- repuso otra voz - Pero, lástima que ya te hayan olvidado, después de todo eres tú el personaje principal, al menos, hoy día. Deberías encontrarte entre verdaderos amigos, como en las campañas.
Manuel continúa silencioso. Con pausados pasos deja el salón. Sus camaradas continúan hablándole.
Manuel prosigue su caminata en un obstinado mutismo. Sus piernas lo llevaron al cementerio. Abatido y cansado se sienta sobre la tumba de un hermano de armas.
Manos curtidas cubren su rostro. No quiere que lo vean sollozar. Permanece así un largo rato. Nadie dice nada. Súbitamente levanta la cabeza. Con gestos precisos extrae de su chaqueta un bulto, lo abre. Mira unos instantes el pedazo de metal azulado que sostiene en su mano.
Con un rápido ademán, apoya el cañón contra su pecho y gatilla. El arma escapa de sus dedos y Manuel cae de espalda sobre el sepulcro.
- Sargento, bienvenido sea! ¡Al fin reunidos otra vez!
- Manolito, faltaba usted no más! Ahora celebraremos como se debe su medalla.
- Gracias, compadritos, gracias.
* * *
Juan Carlos García Araya
Arica (Chile) 1971
Orlèans (Francia) 29 de Septiembre de 1988