Corría el año 1968; yo cursaba el primer año de universidad. Las clases se impartían en amplios laboratorios donde realizábamos experimentos cuyos resultados debíamos entregar en un informe. Las primeras semanas la profesora los aceptaba manuscritos, pero después los exigió tipiados a máquina. Yo no tenía y nunca había usado una. Durante el almuerzo se lo comenté a mi padre, él me dijo que existía una guardada en un viejo baúl en el patio trasero de la casa. Si quería, podía utilizarla.
Al atardecer, de vuelta de clases, abrí la polvorienta arca y, entre ropas y trastos viejos, la encontré. Era una antigua pero bella máquina de escribir portátil Royal Blikman Sartorius. La llevé a mi pieza, la puse cuidadosamente sobre el escritorio y la abrí. Aunque cubierta de una fina capa de polvo se veía sin señales de uso, como nueva. Luego de una rápida limpieza, introduje una hoja en blanco en el rodillo y comprobé su estado probando todas las teclas. Funcionaban a las mil maravillas. Enseguida la aceité y le puse cinta nueva.
Así comencé a escribir mis informes y aunque utilizaba sólo dos dedos, poco a poco fui adquiriendo mayor destreza. Al cabo de una semanas, el ejercicio de apoyar sobre las teclas y ver formarse las palabras en un papel me resultó atractivo.
Pronto la idea de un cuento empezó a gestarse en mi mente, pero no se me ocurría ningún argumento. Me instalaba frente a la máquina y me quedaba observando durante largos minutos la carilla blanca en espera de inspiración. Tecleaba una frase… y hasta ahí no más llegaba. Pasaron los días y la plana seguía inmaculada.
Una noche me desperté bruscamente. Molestó, busqué el motivo. Miré hacia el escritorio y ví la máquina bañada por un rayo de luz que se colaba entre las cortinas. Me levanté y las cerré. Sin más, me volví a dormir.
Al otro día, al levantarme recordé esa visión. Miré la máquina y por primera vez sentí que, por fin tenía una idea. Era algo confusa todavía y desordenadas imágenes se mezclaban en mi mente.
Durante todo la jornada me perturbaron impidiendo que me concentrara en mis cursos. Volví rápidamente a mi hogar, tiré mis libros y cuadernos sobre la cama y me senté frente a la Royal. Al tocar las teclas las palabras empezaron a ordenarse en mi cabeza. Empecé a escribir y con asombro veía conformarse palabras y frases. Completé el primer párrafo, luego el segundo y un tercero hasta llenar una página … y se esfumaron las imágenes. Releí lo escrito. Me parecía bueno pero la historia estaba inconclusa y no tenía más ideas para continuar.
Vanos fueron mis intentos por finalizar la narración. Obscureció y seguía en el mismo punto. Desalentado me fui a acostar. Me dormí rápidamente, pero en medio de la noche nuevamente algo me despertó. Como la vez anterior busqué la causa. Nuevamente la luna derramaba un rayo de luz sobre la máquina de escribir formando un intenso halo azul. Irritado y medio dormido, me levanté a cerrar las cortinas para poder seguir durmiendo, pero al pasar frente al escritorio, los párrafos empezaron a ordenarse otra vez en mi cerebro.
Me volví hacia la máquina y me sentí fuertemente atraído. Me invadió un vértigo fugaz y una urgente necesidad de escribir. Ya no tenía sueño. Encendí la lámpara, me puse la bata y me senté. Estuve tecleando febrilmente hasta el amanecer cuando, rendido por el cansancio, mi cabeza quedó reposando sobre las teclas.
Un estridente despertador me arrancó del descanso. Al abrir los ojos aún cargados de sueño me encontré con la palabra FIN y de repente me sentí completamente despierto, así que tomé un lápiz y leí el relato. A medida que recorría sus líneas mi estupor iba en aumento. ¡No era posible que yo hubiese escrito eso! No se trataba de una obra de arte; calificarla estaba fuera de mi alcance, pero la historia me gustó.
Ésta hablaba de un hombre, un veterano de la Guerra del Pacífico, quien, aparentemente abrumado por lo vivido en ese conflicto se suicida, pero años más tarde se descubre que fue asesinado por un camarada.
Con las cuartillas en mi mano me dirigí donde mi padre. Ceremoniosamente se las entregué para que las leyera. Al cabo de unos minutos me llamó.
- ¿De donde sacaste la trama? – me preguntó.
- De ninguna parte. Se me ocurrió y luego fluyó prácticamente sola – respondí- ¿Por qué?
- Es exactamente lo que sucedió con mi abuelo, tu bisabuelo Manuel – explicó - Efectivamente se suicidó pero nunca se habló de asesinato ¿Cómo se te pudo ocurrir? ¿Leíste algo? ¿Lo investigaste?
- No, nada de eso – respondí inquieto y le relaté las circunstancias que me inspiraron.
Permaneció meditabundo algunos segundos.
- Veamos ese artefacto tan especial – manifestó mi padre tomándome de un brazo.
Abrí la puerta de mi cuarto y nos acercamos al escritorio. Allí estaba la “Royal”.
- Hace muchos años que no la veía – murmuró mi padre extrayéndola de su caja. La levantó y la examinó.
- Aquí hay una etiqueta con un nombre, “Manuel González”. ¡Entonces era del bisabuelo! – exclamó sorprendido - También una fecha algo borrosa, parece ser “21 de marzo de 1920”. ¡Debe haber sido unas de las primeras que llegaron a Chile!
- ¿Tú no sabías que le pertenecía? – inquirí.
- No tenía la menor idea. Creí que era de mi padre. Jamás supe que el bisabuelo escribía….
- ¿Y el abuelo?
- Si, él era periodista, pero que yo sepa, nunca la usó - dictaminó devolviéndola a su lugar.
- ¿Y cómo llegó aquí? – le pregunté intrigado.
- La traje como recuerdo – repuso - Él la cuidaba mucho y me interesó guardarla.
Cerré la cubierta y salimos. Nos sentamos en el living y encendimos sendos cigarrillos. Durante algunos minutos fumamos en silencio.
- Voy a enviarle el cuento a tu abuelo y contarle cómo se te ocurrió – expresó mi padre después de algunas caladas - Quizás él pueda decirnos algo más sobre este asunto. No se me ocurre nada más por ahora.
Asentí. Seguimos fumando.
Al cabo de unos días de ansiosa espera recibimos respuesta del abuelo. El bisabuelo la había adquirido en la Casa Prá de Valparaíso, pero la utilizó muy poco. Al parecer sólo le interesó como novedad. Más adelante explicaba que durante mucho tiempo habían creído que el bisabuelo efectivamente se había suicidado, pero hacía algunas semanas, la policía le había dado a conocer una carta de un hombre donde decía que su padre, también excombatiente de la Guerra del Pacífico, le había confesado pocos días antes de su fallecimiento ser el autor de la muerte de mi bisabuelo, pero no precisaba los motivos. Nuestra familia quedó sorprendida con esa noticia y, por supuesto, se alegró. Por fin el misterio de su muerte quedaba aclarado.
- Desde niño me pregunté por los motivos del abuelo para suicidarse, él que era tan jovial - dijo mi padre - Me reconforta tanto saber que no se suicidó.
Se acercó y me abrazó fuertemente. Permanecimos así largo rato.
Volví a mi cuarto embargado de una sensación mezcla de felicidad y satisfacción. Me senté frente a la máquina. Puse mis dedos sobre el teclado, pero no sentí nada.
Al atardecer, de vuelta de clases, abrí la polvorienta arca y, entre ropas y trastos viejos, la encontré. Era una antigua pero bella máquina de escribir portátil Royal Blikman Sartorius. La llevé a mi pieza, la puse cuidadosamente sobre el escritorio y la abrí. Aunque cubierta de una fina capa de polvo se veía sin señales de uso, como nueva. Luego de una rápida limpieza, introduje una hoja en blanco en el rodillo y comprobé su estado probando todas las teclas. Funcionaban a las mil maravillas. Enseguida la aceité y le puse cinta nueva.
Así comencé a escribir mis informes y aunque utilizaba sólo dos dedos, poco a poco fui adquiriendo mayor destreza. Al cabo de una semanas, el ejercicio de apoyar sobre las teclas y ver formarse las palabras en un papel me resultó atractivo.
Pronto la idea de un cuento empezó a gestarse en mi mente, pero no se me ocurría ningún argumento. Me instalaba frente a la máquina y me quedaba observando durante largos minutos la carilla blanca en espera de inspiración. Tecleaba una frase… y hasta ahí no más llegaba. Pasaron los días y la plana seguía inmaculada.
Una noche me desperté bruscamente. Molestó, busqué el motivo. Miré hacia el escritorio y ví la máquina bañada por un rayo de luz que se colaba entre las cortinas. Me levanté y las cerré. Sin más, me volví a dormir.
Al otro día, al levantarme recordé esa visión. Miré la máquina y por primera vez sentí que, por fin tenía una idea. Era algo confusa todavía y desordenadas imágenes se mezclaban en mi mente.
Durante todo la jornada me perturbaron impidiendo que me concentrara en mis cursos. Volví rápidamente a mi hogar, tiré mis libros y cuadernos sobre la cama y me senté frente a la Royal. Al tocar las teclas las palabras empezaron a ordenarse en mi cabeza. Empecé a escribir y con asombro veía conformarse palabras y frases. Completé el primer párrafo, luego el segundo y un tercero hasta llenar una página … y se esfumaron las imágenes. Releí lo escrito. Me parecía bueno pero la historia estaba inconclusa y no tenía más ideas para continuar.
Vanos fueron mis intentos por finalizar la narración. Obscureció y seguía en el mismo punto. Desalentado me fui a acostar. Me dormí rápidamente, pero en medio de la noche nuevamente algo me despertó. Como la vez anterior busqué la causa. Nuevamente la luna derramaba un rayo de luz sobre la máquina de escribir formando un intenso halo azul. Irritado y medio dormido, me levanté a cerrar las cortinas para poder seguir durmiendo, pero al pasar frente al escritorio, los párrafos empezaron a ordenarse otra vez en mi cerebro.
Me volví hacia la máquina y me sentí fuertemente atraído. Me invadió un vértigo fugaz y una urgente necesidad de escribir. Ya no tenía sueño. Encendí la lámpara, me puse la bata y me senté. Estuve tecleando febrilmente hasta el amanecer cuando, rendido por el cansancio, mi cabeza quedó reposando sobre las teclas.
Un estridente despertador me arrancó del descanso. Al abrir los ojos aún cargados de sueño me encontré con la palabra FIN y de repente me sentí completamente despierto, así que tomé un lápiz y leí el relato. A medida que recorría sus líneas mi estupor iba en aumento. ¡No era posible que yo hubiese escrito eso! No se trataba de una obra de arte; calificarla estaba fuera de mi alcance, pero la historia me gustó.
Ésta hablaba de un hombre, un veterano de la Guerra del Pacífico, quien, aparentemente abrumado por lo vivido en ese conflicto se suicida, pero años más tarde se descubre que fue asesinado por un camarada.
Con las cuartillas en mi mano me dirigí donde mi padre. Ceremoniosamente se las entregué para que las leyera. Al cabo de unos minutos me llamó.
- ¿De donde sacaste la trama? – me preguntó.
- De ninguna parte. Se me ocurrió y luego fluyó prácticamente sola – respondí- ¿Por qué?
- Es exactamente lo que sucedió con mi abuelo, tu bisabuelo Manuel – explicó - Efectivamente se suicidó pero nunca se habló de asesinato ¿Cómo se te pudo ocurrir? ¿Leíste algo? ¿Lo investigaste?
- No, nada de eso – respondí inquieto y le relaté las circunstancias que me inspiraron.
Permaneció meditabundo algunos segundos.
- Veamos ese artefacto tan especial – manifestó mi padre tomándome de un brazo.
Abrí la puerta de mi cuarto y nos acercamos al escritorio. Allí estaba la “Royal”.
- Hace muchos años que no la veía – murmuró mi padre extrayéndola de su caja. La levantó y la examinó.
- Aquí hay una etiqueta con un nombre, “Manuel González”. ¡Entonces era del bisabuelo! – exclamó sorprendido - También una fecha algo borrosa, parece ser “21 de marzo de 1920”. ¡Debe haber sido unas de las primeras que llegaron a Chile!
- ¿Tú no sabías que le pertenecía? – inquirí.
- No tenía la menor idea. Creí que era de mi padre. Jamás supe que el bisabuelo escribía….
- ¿Y el abuelo?
- Si, él era periodista, pero que yo sepa, nunca la usó - dictaminó devolviéndola a su lugar.
- ¿Y cómo llegó aquí? – le pregunté intrigado.
- La traje como recuerdo – repuso - Él la cuidaba mucho y me interesó guardarla.
Cerré la cubierta y salimos. Nos sentamos en el living y encendimos sendos cigarrillos. Durante algunos minutos fumamos en silencio.
- Voy a enviarle el cuento a tu abuelo y contarle cómo se te ocurrió – expresó mi padre después de algunas caladas - Quizás él pueda decirnos algo más sobre este asunto. No se me ocurre nada más por ahora.
Asentí. Seguimos fumando.
Al cabo de unos días de ansiosa espera recibimos respuesta del abuelo. El bisabuelo la había adquirido en la Casa Prá de Valparaíso, pero la utilizó muy poco. Al parecer sólo le interesó como novedad. Más adelante explicaba que durante mucho tiempo habían creído que el bisabuelo efectivamente se había suicidado, pero hacía algunas semanas, la policía le había dado a conocer una carta de un hombre donde decía que su padre, también excombatiente de la Guerra del Pacífico, le había confesado pocos días antes de su fallecimiento ser el autor de la muerte de mi bisabuelo, pero no precisaba los motivos. Nuestra familia quedó sorprendida con esa noticia y, por supuesto, se alegró. Por fin el misterio de su muerte quedaba aclarado.
- Desde niño me pregunté por los motivos del abuelo para suicidarse, él que era tan jovial - dijo mi padre - Me reconforta tanto saber que no se suicidó.
Se acercó y me abrazó fuertemente. Permanecimos así largo rato.
Volví a mi cuarto embargado de una sensación mezcla de felicidad y satisfacción. Me senté frente a la máquina. Puse mis dedos sobre el teclado, pero no sentí nada.
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Juan Carlos García Araya
Arica, 8 de Abril de 2007
Arica, 8 de Abril de 2007
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