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Caminaba apresurado por una avenida
desconocida. Estaba obscureciendo y tenía un poco de frío por lo que metí las
manos en los bolsillos. En mi mente aún persistía, bastante imprecisa sin
embargo, la imagen de esa mujer. No sabía quién era ni recordaba haberla visto
anteriormente y, en verdad, ni siquiera tenía la certeza de su existencia.
Crucé la calle, aunque realmente no
tenía aspecto alguno de ser una. No estaba pavimentada ni transitaban vehículos
por ella. Entré en una vetusta galería comercial al aire libre y con piso de
tierra e inmediatamente atrajo mi atención un puesto de libros usados. Mi
entusiasmo se despertó ante la perspectiva de buscar y de, quizás, encontrar
ejemplares interesantes. Varios canastos de mimbre yacían en el suelo repletos
de libros con olor a humedad, subterráneo y tiempo pasado. Extraje una mano del
bolsillo izquierdo, cogí uno con delicadeza y lo hojeé con respeto. Era un
tratado titulado “Como fabricar hojas perforadas” de autor anónimo del siglo
XIX. Tenía cerca de trescientas espesas páginas y estaba abundantemente
ilustrado con láminas coloreadas al estilo de Gustave Doré. Sorprendente e
interesante ejemplar, pero no era de los que más me atraen.
De repente alguien exclamó detrás de
mi.
-¡Ese es mi hermano! ¡Le gusta ser
florero al pobre hombre!
Me volví sorprendido y me encontré
con un individuo que sonreía. Miré hacia donde
él estaba mirando. No tenía necesidad de gritar a las cuatro esquinas
que el tipo que estaba en la caja era su hermano. Eran idénticos, las únicas
diferencias eran la silueta y el matiz de sus pilosidades. El hablante era
obeso y canoso, su colateral delgado y con barba pelirroja. Se parecía a un
latoso animador de la televisión chilena y estaba feliz recibiendo el pago de
los clientes que formaban frente a él una larga hilera. Todos los compradores
tenían una pila de libros en sus brazos. El personaje estaba en su salsa,
contaba chistes fomes y bromeaba con los compradores. Algunos le seguían la
corriente, otros lo miraban con asombro y a lo mejor, ofendidos.
Decidí que ya era hora de largarme
de ese sitio. Se habían esfumado mi ansias de remover tanto libro con tanta
gente a mi alrededor. Me dirigí hacia un almacén y compré algo que no recuerdo,
creo que posiblemente hayan sido cigarrillos o chocolates, porque me encantan
ambos. Volví a la solitaria callejuela y seguí mi camino sin pensar en un
destino preciso. Un estrecho pasaje
atrajo mi atención. Era uno de esos construidos para los obreros en Santiago a
principios del siglo XX. Se notaba que ya habían dejado de resistir al paso de
los años y allí ya no vivía ningún trabajador. Sometido a infinitas
transformaciones sin gusto, no era ni la sombra de su mejor pasado, además una
reja de oxidado hierro clausuraba la entrada.
Examiné con nostalgia las fachadas
de las viviendas tratando de evocar ese pretérito. No eran feas pero tampoco un
desborde de belleza. En su tiempo todas fueron iguales, así como las puertas y
las ventanas, pero con el correr de los años sufrieron innumerables y desquiciadas
modificaciones. Una de ellas habido tomado el aspecto de un cine o tal vez de
un pequeño teatro, abandonado por supuesto, con una engrillada taquilla.
Ya me alejaba, cuando desde el
interior de una de esas dormidos hogares, no sé cual, alguien llamó. Me detuve.
-¿Eres tú María? – preguntó una voz
femenina.
Yo no respondí y reemprendí mi
interrumpido rumbo. Oí una puerta que se abría dolorosamente. Una mujer se
asomó.
- María ¿Eres tú? – insistió.
Yo seguí caminando como si nada
oyera. No era a mi a quién llamaban, pero se acercó a mí y empezó a caminar a
mi lado. Me dijo algo, pero no le entendí, tampoco le respondí.
En un paradero abordé un colectivo,
una especie de minibús destartalado. La mujer, a mi sorpresa, también lo hizo y
se sentó a mi lado. No comprendía porqué actuaba de esa manera, siguiéndome,
pero no me importaba. Ella continuaba hablando pero yo seguía sin entender ni
una palabra de lo que decía. Miré a mi alrededor y vi a otros pasajeros
sentados, silenciosos y resignados. El conductor detuvo el vehículo en un
puesto callejero y pidió una coca cola en una envase blanco pero le vendieron
una sprite en botella verde. Miró extrañado el envase, hizo un gesto de desdén
y se la bebió de un trago.
De pronto el colectivo llegó al puerto,
el que me pareció familiar, tenía la impresión de haberlo visto anteriormente,
pero no estaba seguro. Sin embargo, algo tenía que lo convertía en desconocido
para mí. El bus avanzó e ingresó al muelle. Se abrió paso por entre inmensas
grúas y grupos de estibadores. Por las ventanas entró un aroma marino así como
el canto de las gaviotas y los cormoranes que nos envolvió a todos. No muy
lejos, en el extremo del malecón, se divisaba un vetusto navío mercante
atracado al espigón. Era uno del tipo “Liberty”, de aquellos que se
construyeron durante la Segunda Guerra Mundial. Súbitamente, me asaltó una
interrogante ¿Qué hago aquí?
El bus finalmente se detuvo a un
costado del carcomido casco del barco. Todos los pasajeros se bajaron, yo los
seguí. Abordamos a través de una cimbreante pasarela. Cuando llegamos al
puente, inmediatamente la nave zarpó rumbo a otro sueño.
* * *
Londres, 15 de Junio de 2010.